1. La Biblioteca de Babel
2. Tlön, Uqbar, Tertius Orbis
3. La Muralla y los Libros
4. Poema de los Dones
5. El Libro de Arena
Entré en el Centro Nacional de la Música de Buenos Aires con el fervor aproximado del mahometano que cumple con su estipulada peregrinación a La Meca. Se me antoja que la institución que ocupa actualmente el edificio se debe sentir un poco intrusa: siempre, aunque sea entre paréntesis, se recuerda que fue la Antigua Biblioteca Nacional; en la fachada reza, de hecho, Biblioteca Nacional, en grandes y solemnes letras doradas. Mientras paseo por el alto e imponente atrio, me fijo que a la mano derecha hay una puerta entreabierta, detrás de la que se adivina una escalera descendente. Sonrío para mis adentros y tomo una fotografía de esa puerta. Presa de cierta curiosidad, me acerco a un empleado:
- Buen día, señor. Me he fijado en aquella puerta. Supongo que muchos visitantes habrán querido entrar a curiosear. Ya sabe, por el cuento…
- Disculpe, caballero, no sé a qué se refiere.
- Bueno, el cuento, “El libro de arena”.
- El acceso por esa puerta es solamente para personal, ningún visitante puede entrar.
- Oh, ya veo. Gracias.
Un poco cortado, me alejo brevemente del lugar, fingiendo interés por alguna cosa del otro extremo de la sala. Pero ya la curiosidad es invencible. Vuelvo a acercarme al empleado de la otra vez:
- Disculpe que le moleste de nuevo. Estoy preparando una monografía…
La excusa no es del todo falsa.
- …y me gustaría saber si todo el fondo de la Biblioteca fue trasladado a la nueva sede, o si bien quedó algo acá.
- No, aquí no quedó nada.
- Pero yo he leído que el despacho…
- Todo se trasladó Recoleta, caballero.
- Ya veo. Gracias.
Sigo paseando por un par de minutos, fijándome de vez en cuando en la puerta vedada. Noto que el empleado me sigue con la mirada, quizás convencido de que voy a intentar fisgonear donde no debo. Considero pues que es momento de dar por terminada la visita.
Estoy un poco fastidiado: una fotografía de un vetusto anaquel lleno de periódicos y mapas hubiera quedado muy bien en mi álbum. Pero no pienso dejar que esto estropee mi paseo por Buenos Aires, y me dirijo hacia el centro por la calle Chacabuco, que una vez atravesada la Avenida de Mayo pasa a llamarse Maipú.
Tras las necesarias demoras que requiere un recorrido cabal por el barrio del Retiro, me encamino a la Recoleta, donde mi idea inicial es visitar la calle Quintana, y quizás, si me diera tiempo, el Cementerio y el exterior de la nueva Biblioteca Nacional. Comparado con el estilo clásico del edificio de la Antigua Biblioteca, el paralelepípedo de hormigón de la nueva sede se me antoja más adecuado para albergar arte moderno que sucesivas hileras de libros. En flagrante incumplimiento de mi ajustado horario de visitas, entro a la Biblioteca Nacional.
El cuestionario comienza de manera similar:
- Disculpe que le moleste. Estoy preparando una monografía, y me gustaría saber si todo el fondo de la Biblioteca fue trasladado desde la Antigua sede, o si bien quedó algo allá.
- Sí, se trasladó todo, caballero.
- Ya veo. ¿Usted llegó a trabajar en calle México?
- La verdad es que sí, pero por poco tiempo, al cabo de un par de meses se trasladó todo aquí. ¿Busca algo en particular? Es usted muy joven para haber conocido la Antigua Biblioteca, ¿cierto? Sobre todo, siendo extranjero…
- No soy tan joven, pero gracias por el cumplido. En cualquier caso, no voy buscando nada en concreto. Me preguntaba si quizás tienen alguna sección de la Biblioteca que se conserve como estaba entonces.
- Me temo que no caballero. Todo el fondo de la Antigua Biblioteca se ha distribuido por materias, salvo los ejemplares más valiosos, que están en la custodia.
Asiento lentamente, le agradezco la información al amable bibliotecario, y cuando estoy a punto de despedirme de él, agrega:
- Bueno, también hay una parte en el sótano que aún no se ha revisado y catalogado. Ya sabe, en parte por falta de tiempo, en parte por cierta desidia. De todos modos son todos libros viejos, dudo que tengan gran valor.
Voy paseando por las abarrotadas estanterías, y de cuando en cuando me detengo a examinar algún ejemplar, aunque de manera casi automática: mi mente está ocupada en pergeñar un plan descabellado.
La ejecución del plan es simple: como Casaubon en el Conservatoire, pero sin el refugio de un periscopio, me quedo muy quieto en un recodo que forman los incontables pasillos, confiando mi suerte a la negligencia del personal de seguridad y de paso imaginando las más variadas excusas para explicar mi presencia allí.
Una vez superada ampliamente la hora de cierre de la Biblioteca, me decido a abandonar mi posición, ignorando el riesgo de ser detectado por algún elemento de seguridad (hombre o máquina), urgido por mi propósito secreto, y también, todo hay que decirlo, por ciertas apremiantes necesidades provocadas por las horas de espera.
En mi deambular previo por la Biblioteca ya había encontrado el acceso al sótano. Descendí por la oscura escalera: en estos tiempos que nos ha tocado vivir, la antorcha y la lámpara de gas de los aventureros han sido sustituidas por la linterna del teléfono móvil, que es quizás menos romántica pero igualmente impide que acabe rodando escalones abajo. Pocos minutos después encuentro lo que debe ser sin duda el almacén de libros olvidados.
La cantidad de ejemplares sin catalogar es abrumadora, y no hace más que aumentar la impresión de que todo lo relacionado con esta búsqueda es una insensatez. Pero no es momento de echarse atrás, y procedo a revisar los libros uno por uno, sistemáticamente, sin obviar ni tan siquiera los que, por el título inscrito en el lomo, pudieran haber sido descartados a priori. Por la naturaleza del libro que voy buscando, el breve examen de cuatro o cinco hojas consecutivas es suficiente para descartar uno tras otro.
Transcurridas varias horas, completo el análisis de los libros del sótano: el que voy buscando no está aquí. Me paro por un momento a pensar en lo absurdo del razonamiento que me ha llevado a esta situación. Algo azorado, me dispongo a subir por la escalera y aguardar la llegada de los empleados de la Biblioteca, la consiguiente reprimenda y la sin duda inevitable sanción, cuando me doy cuenta de mi error.
Un libro de infinitas páginas ordenadas al azar tolera una secuencia de páginas consecutivas. Un libro de infinitas páginas ordenadas al azar tolera una secuencia de páginas reconocibles, triviales, propensas a ser ignoradas.
Vuelvo a comenzar por el principio.
La revisión es ahora más concienzuda, pero no dejo de llevarla a cabo con la sensación de que es una total pérdida de tiempo. Inopinadamente, ya fatigado por el sueño y el hastío, encuentro lo que estoy buscando. El Libro de Arena. No puedo creer que exista. No puedo creer que nadie lo haya encontrado antes que yo. O quizás alguien lo encontró y volvió a perderlo, horrorizado por el inenarrable volumen.
Es típico de las novelas de aventuras describir con minucioso detalle la increíble sucesión de acontecimientos que permiten al protagonista acceder al corazón de la fortaleza, del laberinto, del país enemigo; no es menos típico que el azaroso viaje de regreso se despache en unas pocas líneas. Comprendo a los autores de esas novelas: desgranar la compleja trama de casualidades que permitieron mi salida incólume del laberinto de la Biblioteca Nacional.
Amanece cuando mis pies pisan la calle Agüero. En la mochila que llevo a la espalda está el Libro de Arena, que Borges abandonó hace más de treinta años en un húmedo anaquel del sótano de la Biblioteca de calle México.
Hace ya dos meses que tengo el Libro en mi poder. Lo he hojeado sin descanso, robando horas al sueño y a mis ocupaciones. No me parece monstruoso. En esa bestia de múltiples tentáculos que es Internet hay tantas páginas que no basta la vida de un hombre, de muchos hombres, para leerlas todas. En la práctica, no hay diferencia entre eso y un libro infinito.